La política fiscal es
una de las principales herramientas de política socioeconómica de las que dispone
un país. Orientada en una dirección u otra será determinante para la calidad y
sostenibilidad del Estado social que se pretenda.
La crisis ha aflorado
con rotundidad la necesidad de reformar profundamente nuestro sistema
tributario. La fuerte caída de ingresos, el elevado fraude, los desequilibrios en los mecanismos de
redistribución, la elusión constatada de las grandes corporaciones y
patrimonios, el sistema de módulos y la ineficiencia manifestada a veces en el
gasto, entre otras muchas cosas, además
de hacer tambalear los pilares del Estado del bienestar, han puesto en
evidencia el mal diseño de
la política fiscal española.
Se hace imprescindible
disponer de un sistema tributario que profundice en la progresividad, que
busque la suficiencia en los ingresos, el rigor en el gasto y que sea equitativo.
Ha de ser eficaz persiguiendo el fraude y la elusión fiscal, sencillo y
entendible para la ciudadanía, acompañado de una importante acción
sensibilizadora -cultura fiscal- para obtener una gran legitimación social.
Un sistema que contemple
la tributación de multinacionales y el tráfico de capitales, la eliminación de
paraísos fiscales, la cesión de la soberanía para una política fiscal común de
la Unión Europea y la corresponsabilidad fiscal de las distintas
administraciones, especialmente de las comunidades autónomas, donde radica la
mayor parte del gasto en sanidad,
educación, dependencia y servicios sociales.
Esto es la antítesis de lo
que Rajoy acaba de imponer en España y que también Monago pretende realizar en
Extremadura: otro “engañabobos” más para la ciudadanía. La política fiscal no
puede ser un mero sube y baja de impuestos a capricho y conveniencias
electorales.
Monago ha tocado en tres
ocasiones los impuestos y tasas sobre los que tiene competencia, visualizando
así su falta de rigor y su estrecha concepción de la política fiscal como
elemento clave de política general y para el sector público en particular.
El campeonato del
objetivo de déficit fue el gran argumento esgrimido en 2012 para realizar un
fortísimo ajuste del gasto en sanidad, educación, servicios sociales,
dependencia, políticas activas de empleo e inversión productiva y para
desarrollar el mayor y más injusto incremento de la carga impositiva indirecta
jamás llevado a cabo en Extremadura, duplicando el céntimo sanitario e
implantando el canon del agua; todo ello habiendo recibido más de 230 millones
de euros de ingresos no previstos por el famoso impuesto bancario y otros.
Ahora poco parece
importar ya dicho campeonato y con las elecciones a la vuelta de la esquina pretende
esta nueva modificación de la fiscalidad, que sin contemplar la eliminación de
los dos impuestos citados y a través de exenciones que escasamente
afectarán a la mayoría
social, arbitra unos más que dudosos beneficios fiscales cifrados en torno a los
cincuenta millones de euros, como han señalado expertos en la materia y ha
puesto de manifiesto el Consejo Económico y Social de Extremadura en su
dictamen del Proyecto de Ley.
Esa falta de rigor y de
respeto a la ciudadanía, incluso a las reglas del juego democrático, lleva a la
situación grotesca de que los recientemente aprobados Presupuestos de
Extremadura para 2015 contemplan ya en sus cuadros de ingresos y gastos la
modificación de la Ley Fiscal que ahora se pretende. Con lo que una de dos, o la Ley sale del Parlamento tal cual
la ha presentado el Gobierno o los Presupuesto se verán seriamente alterados,
con las negativas consecuencias económicas y sociales que ello acarrearía. En
cualquier caso la chapuza está servida y la falta de credibilidad también.
No debe caerse en la
trampa de quienes interesadamente simplifican la cuestión fiscal para situar
al ciudadano en un mero
estar a favor o en contra de subidas o bajadas de impuestos, sin contemplar que
la verdadera redistribución de la riqueza perdurable e igualitaria sólo es
posible por la vía del gasto, ensanchando y consolidando el Estado del
bienestar. Quien vende lo contrario, bajando impuestos, sobre todo directos,
potencia las desigualdades y
pone en riesgo de exclusión a una gran parte de la sociedad.
Es poco serio abordar
una reforma del sistema tributario tan superficialmente, sin tener en cuenta
los elementos necesarios de planificación económica y social con proyección a
un tiempo razonable; y de manera muy especial, en lo relacionado con el coste
de los servicios, los ingresos propios y los provenientes de otras
administraciones. No es sensato, menos aún sin una amplia confluencia social y
política, modificar la fiscalidad en medio del deterioro progresivo de los
servicios públicos y de un
tejido productivo muy mermado, con altísimo nivel de desempleo y
precariedad, con alertas
que se ciernen sobre la recuperación económica y en un contexto de mucha
incertidumbre para los ingresos públicos.
Por otro lado, dado
nuestro escaso margen fiscal y nuestra dependencia de la solidaridad de
terceros es sumamente arriesgado plantear la modificación del sistema
tributario de la Comunidad Autónoma sin tener en cuenta el Sistema de
Financiación Autonómica y sus posibles alteraciones. Jugar a subiditas y
bajaditas de impuestos en estas circunstancias y con la cuestión territorial en
plena efervescencia es una gran irresponsabilidad política y de una frivolidad
supina.